(Cuento para revista "NUESTRO MUNDO")
Hubo una vez un elefante cuya aspiración recurrente, casi obsesiva, era tener un hijo. Soñaba imaginando que sería un excelente padre. Mejor que todos, con un elefantito de grandes proyecciones que, cuando adulto, llegaría a ser líder de la manada.
Quiso el destino que el deseo intenso de este paquidermo se postergara durante años, con lo cual aquel inquietante anhelo se transformó en fijación, en tormento. Pero como a veces ocurre, las cosas que se desean con mucha intensidad terminan por cumplirse y sucedió un día que Mantao –así se llamaba- encontró a una elefanta que no solo que compartía el mismo sueño sino que, además, estaba convencida de querer formar una familia y conservar a su pareja.
El encuentro no fue diferente de lo que suelen ser los encuentros de elefantes, aunque sí hay que reconocer que en esa ocasión hubo temblores muy fuertes en la sabana, los árboles se agitaron a distinto ritmo que el del viento, y los animales interrumpieron sus actividades para imaginar escenas que correspondieran a las sacudidas.
“El nombre es lo de menos”, dijo la madre de Mantao al enterarse de la proximidad del nieto. Pero Mantao no pensaba igual y vio desfilar en su mente más de veinte hormigas llevando cada una un nombre en la espalda. Todos le gustaban: Intiao, Perimal, Suatelón, Wenjao, Besaot...
Cuando nació Milthrep, nombre que finalmente escogió porque en swamené quiere decir “el esperado”, Mantao sintió cómo su trompa se adelgazaba y se estiraba hacia abajo, junto con sus párpados inferiores, hasta fijar en sus ojos esa expresión mezcla de asombro y desconcierto.
La indignación no era por la decepcionante espera. Eran esas rayas que atravesaban la piel, por cierto muy distinta de la suya. Era que la trompa parecía estar en la parte posterior del cuerpo. Eran esos ojos que si bien aún cerrados, se adivinaban rasgados, gatunos y compañeros naturales del par de bigotes largos y puntiagudos con que nacen... ¡los tigres!
“¡Un tigre?”, exclamó. Se miró al espejo, en un gesto inútil y ocioso, como si alguna duda de última hora fuese posible. Miró a la madre, Yemegua, en un intento ya no de buscar explicación sino directamente de reproche, pero ella se adelantó y contribuyó al desconcierto lanzando un bramido de advertencia, como una queja, como un aviso de que no estaba dispuesta a escuchar preguntas, reprimendas o sermones.
Durante el primero año, Mantao, el padre, decidió ignorar con fuerza el ridículo que sentía al salir pintado de amarillo y rayas negras, con la ilusión nunca lograda de esfumar los comentarios, burlones unos, compadecidos otros, de los paquidermos vecinos. Pero cuando Milthrep empezó a salirse de la fila y a adelantar el paso en veloz carrera para volver con una presa entre sus fauces, o cuando en lugar de entrar a asearse en medio de la poza se lamía las manos y los costados, Mantao empezó a sumarse a la desaprobación colectiva, desistió de continuar pintándose las rayas para parecerse a su hijo y dejó que le brotara la frustración y la ira contenidas.
- ¡Un hijo es un hijo!, argumentó Yemegua, la madre
- Pe… pero... ¡cómo pudiste! le recriminó Mantao, y luego se explayó en una interminable retahíla de regaños.
Finalmente, fastidiada de tanta discusión inútil, ella se llevó las manos (o las patas) hacia el corazón y con una torpeza diminuta, con movimientos circulares recorrieron la larga fila de botones que cubrían el vientre, hasta que dejaron que una piel cansada, vieja, grisácea se fuera abriendo en dos. Los ojos de Mantao no podían dar crédito cuando vieron que, de en medio de la piel salía lentamente otra distinta, más lanuda, amarilla y negra, tal como la de un tigre... o tigresa en este caso, pues la madre Elefante no era sino... ¡una tigresa!
De nada sirvió que Mantao emitiera un chillido enorme de sorpresa. Nadie le escuchó y él mismo luego de ese grito se quedó pasmado. Su esposa finalmente confesó que siempre admiró la parsimonia, la fuerza, la grandeza, el sentido solidario de grupo de los elefantes y que por eso decidió disfrazarse para toda la vida como elefante.Mantao, se sentó en la primera piedra que encontró, meditó en lo que escuchó y al final no tuvo más remedio que aceptar y perdonarla. “A decir verdad, -declaró- no la culpo. Alguna vez yo también me disfracé de hormiga”
Quiso el destino que el deseo intenso de este paquidermo se postergara durante años, con lo cual aquel inquietante anhelo se transformó en fijación, en tormento. Pero como a veces ocurre, las cosas que se desean con mucha intensidad terminan por cumplirse y sucedió un día que Mantao –así se llamaba- encontró a una elefanta que no solo que compartía el mismo sueño sino que, además, estaba convencida de querer formar una familia y conservar a su pareja.
El encuentro no fue diferente de lo que suelen ser los encuentros de elefantes, aunque sí hay que reconocer que en esa ocasión hubo temblores muy fuertes en la sabana, los árboles se agitaron a distinto ritmo que el del viento, y los animales interrumpieron sus actividades para imaginar escenas que correspondieran a las sacudidas.
“El nombre es lo de menos”, dijo la madre de Mantao al enterarse de la proximidad del nieto. Pero Mantao no pensaba igual y vio desfilar en su mente más de veinte hormigas llevando cada una un nombre en la espalda. Todos le gustaban: Intiao, Perimal, Suatelón, Wenjao, Besaot...
Cuando nació Milthrep, nombre que finalmente escogió porque en swamené quiere decir “el esperado”, Mantao sintió cómo su trompa se adelgazaba y se estiraba hacia abajo, junto con sus párpados inferiores, hasta fijar en sus ojos esa expresión mezcla de asombro y desconcierto.
La indignación no era por la decepcionante espera. Eran esas rayas que atravesaban la piel, por cierto muy distinta de la suya. Era que la trompa parecía estar en la parte posterior del cuerpo. Eran esos ojos que si bien aún cerrados, se adivinaban rasgados, gatunos y compañeros naturales del par de bigotes largos y puntiagudos con que nacen... ¡los tigres!
“¡Un tigre?”, exclamó. Se miró al espejo, en un gesto inútil y ocioso, como si alguna duda de última hora fuese posible. Miró a la madre, Yemegua, en un intento ya no de buscar explicación sino directamente de reproche, pero ella se adelantó y contribuyó al desconcierto lanzando un bramido de advertencia, como una queja, como un aviso de que no estaba dispuesta a escuchar preguntas, reprimendas o sermones.
Durante el primero año, Mantao, el padre, decidió ignorar con fuerza el ridículo que sentía al salir pintado de amarillo y rayas negras, con la ilusión nunca lograda de esfumar los comentarios, burlones unos, compadecidos otros, de los paquidermos vecinos. Pero cuando Milthrep empezó a salirse de la fila y a adelantar el paso en veloz carrera para volver con una presa entre sus fauces, o cuando en lugar de entrar a asearse en medio de la poza se lamía las manos y los costados, Mantao empezó a sumarse a la desaprobación colectiva, desistió de continuar pintándose las rayas para parecerse a su hijo y dejó que le brotara la frustración y la ira contenidas.
- ¡Un hijo es un hijo!, argumentó Yemegua, la madre
- Pe… pero... ¡cómo pudiste! le recriminó Mantao, y luego se explayó en una interminable retahíla de regaños.
Finalmente, fastidiada de tanta discusión inútil, ella se llevó las manos (o las patas) hacia el corazón y con una torpeza diminuta, con movimientos circulares recorrieron la larga fila de botones que cubrían el vientre, hasta que dejaron que una piel cansada, vieja, grisácea se fuera abriendo en dos. Los ojos de Mantao no podían dar crédito cuando vieron que, de en medio de la piel salía lentamente otra distinta, más lanuda, amarilla y negra, tal como la de un tigre... o tigresa en este caso, pues la madre Elefante no era sino... ¡una tigresa!
De nada sirvió que Mantao emitiera un chillido enorme de sorpresa. Nadie le escuchó y él mismo luego de ese grito se quedó pasmado. Su esposa finalmente confesó que siempre admiró la parsimonia, la fuerza, la grandeza, el sentido solidario de grupo de los elefantes y que por eso decidió disfrazarse para toda la vida como elefante.Mantao, se sentó en la primera piedra que encontró, meditó en lo que escuchó y al final no tuvo más remedio que aceptar y perdonarla. “A decir verdad, -declaró- no la culpo. Alguna vez yo también me disfracé de hormiga”
2 comentarios:
Excelente trabajo. El diseño del tigre me parece soberbio.
Gracias ADN. Y más me alegra que me visites de vez en cuando. Abrazos
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